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miércoles, 11 de enero de 2012

Experiencia post-bautismal de Jesús, el sacramento es la vida

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Bautismo de Jesús. Mc 1, 7-11. Las fiestas de Navidad culminan y acaban en el Bautismo de Jesús, que a veces suele tomarse como simple ratificación de aquello que somos y tenemos: Estamos bautizados, somos hijos de Dios (con Jesús) y por eso celebramos contentos lo que somos, de manera que todo puede seguir como estaba.

En esa línea solemos comentar el evangelio de este día (Mc 1, 7-11), como si todo estuviera ya resuelto y acabado en el gesto del bautismo de Jesús, cuando él habría tenido una experiencia de Dios, que nosotros renovamos al renovar nuestro bautismo en la misa del día (cosa buena, muy buena). Posiblemente tenemos en nuestra habitación un icono tradicional del bautismo de Jesús, que nos confirma en la misma impresión: ¡El rito se ha celebrado, todo puede seguir como estaba, quedemos tranquilos!

Pero el icono tradicional del bautismo (que reproducimos en las dos imágenes) no ha sido fiel al texto de Marcos, sino que lo interpreta (y casi lo manipula) piadosamente, desde una visión tradicional de Iglesia: Jesús no tuvo su experiencia al entrar en el agua, ni al estar en ella (a diferencia de lo que muestran los iconos), sino después de haber salido de ella, poniéndose en marcha... en un camino que ha sido posiblemente largo, indudablemente texto.

El evangelio no habla de la experiencia bautismal, sino de la experiencia post-bautismal de Jesús, vinculada a la marcha y tarea de conjunto de su vida, y en especial a su compromiso de Reino.



El texto de Marcos no habla de un bautismo sagrado, sino de una marcha post-bautismal, es decir, de algo que él ha descubierto y vivido después del bautismo, tras haber comenzado un camino que se abre (le abre) al misterio y tarea de su vida.

Lo que a Jesús le define (y con él a los cristianos) no es el bautismo en sí, como sacramento separado, sino el camino y tarea post-bautismal, aquello que el bautismo ha puesto en movimiento, como exigencia de ruptura y nuevo nacimiento, al servicio del REino de Dios.

En general, nuestra Iglesia (y en un sentido extenso la sociedad occidental, que se llama cristiana) está bautizada, pero no ha recorrido el itinerario post-bautismal de Jesús, que hoy quiero presentar, quizá de un modo algo extenso, con algunos apuntes tomados de mi comentario a Marcos.

Texto: MARCOS 1, 7-11

En aquel tiempo proclamaba Juan: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero el os bautiza con Espíritu Santo.

Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:

--Tú eres mi hijo amado, mi predilecto.

1. BAUTISMO. LO QUE JESÚS BUSCABA Y LO QUE HALLÓ

a. Lo que pudo buscar

No sabemos la razón interna por la que Jesús, nazoreo de Galilea, vino donde Juan, profeta del Jordán, pero fue, sin duda, porque aceptó su mensaje y porque tuvo la certeza de que el orden existente en Israel (y, en realidad, en todo el mundo) debía terminar y porque, en su forma actual (pecado general, imposición de la ciudad sobre el campo, de los ricos sobre los pobres, opresión…), este mundo resultaba inviable y no podía mantenerse. Sea como fuere, Jesús se hizo discípulo de Juan, con su terapia de choque, asumiendo un camino de conversión y recibiendo el bautismo, a la espera del juicio inminente (cf. Mt 3, 12 par.).

Jesús recibió sin duda el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 9), a pesar del problema que ese dato pudo causar a la iglesia, como muestran las excusas del Bautista en Mateo (3, 14-15) y el hecho de que Lc 3, 21 y Jn 1, 29-34 no lo citen, pues decir que Juan le había bautizado suponía afirmar que dependía de él (que había sido su discípulo). Pues bien, en ese contexto, el evangelio de Marcos (1, 10) afirma que, después de haberse bautizado (¡no en el mismo bautismo!), Jesús recibió su nueva experiencia y llamada que le llevó a separarse del movimiento y escuela de Juan Bautista.

No podemos precisar el tiempo que pasó entre el bautismo (que selló la conversión de Jesús) y su nueva experiencia de apertura del cielo, vinculada a la presencia del Espíritu Santo; ni sabemos si fue una experiencia especial y separada, que él tuvo en un único momento, como podría haber sido la de Pablo ante Damasco (cf. Gal 1, 15-17; Hch 9), o si se trató resultado de un proceso más largo de iluminación. Lo cierto es que el evangelio de Marcos (1, 10-11) la interpretó como experiencia de unión del cielo con la tierra y como descenso del Espíritu de Dios que le encargaba una tarea mesiánica de siembra y no de tala, de curación y no de ruina, quizá en la línea de lo que el mismo Juan habría prometido, anunciando la llegada del Más Fuerte: «Yo os he bautizado en agua; él os bautizará en Espíritu Santo» (Mc 1, 8).

Parece seguro que Jesús se sintió vinculado con ese Más Fuerte que iba a llegar, asumiendo su tarea y sintiéndose dispuesto a realizarla. Sólo así se explica el hecho de que, en un momento dato, tras haber sido discípulo de Juan, asumiera (de parte de Dios) una tarea distinta, que no era ya de anuncio y preparación del juicio, sino de siembra del Reino (cf. Mc 4, 3-9). Ésta ha sido la experiencia clave de Jesús que, cuando supone que el juicio de Juan ya se ha cumplido o se está cumpliendo, pero no en forma de condena, sino de nuevo nacimiento .

-- Juan bautizaba en agua, manteniéndose en un plano de conversión y preparación escatológica, apareciendo así al final de un camino de ruptura con Dios que había desembocado en el gran castigo (juicio) que se acerca, ratificando el fracaso del mundo anterior: No sirve ya el templo, parecen inútiles sus sacrificios, igual que los bautismos sin fin de los esenios; sólo un juicio de Dios puede cambiar la situación presente de pecado.
-- Pero el mismo Juan afirmaba que, más allá del juicio, vendría a revelarse el Más fuerte, “que os bautizará en Espíritu Santo”. Culminará (y se superará) de esa manera el tiempo del desierto, y los bautizados (cuando Dios mueva el agua, es decir, se manifieste: cf. Jn 5, 4), pasarán al otro lado, a la tierra prometida del Más Fuerte, que ya no es signo de una destrucción preparatoria (juicio), sino la nueva de Vida de Dios para los hombres.

Juan bautizaba en agua (anunciando el juicio), pero prometía la llegada del Más Fuerte (iskhyroteros; Mc 1,7), aludiendo quizá al mismo Dios o a su mensajero final. Pues bien, en un momento dado, entre su bautismo (Mc 1, 9) y el comienzo de su mensaje en Galilea (Mc 1, 14-15), Jesús debió sentirse vinculado a ese Más Fuerte, que le capacita para expulsar los demonios (cf. Mc 3, 27; Mt 12, 29), identificándose incluso en la práctica con él. Sea como fuere, Jesús ya no siguió esperando la llegada del más fuerte (como hacía Juan), sino que empezó a actuar en su nombre, proclamando (iniciando su Reino) en Galilea.

Éste es el momento decisivo de la separación (superación): Juan quedó al otro lado, sin pasar a la tierra y no sabemos si lo hubiera hecho, si Herodes no le hubiera encarcelado y matado, pues la señal del hacha-fuego-huracán que él anunciaba no llegó. Jesús, en cambio, pasó al otro lado, suponiendo que el mensaje y bautismo de Juan se habían cumplido (quizá en su misma muerte), de manera que debía comenzar la nueva etapa del anuncio e implantación del Reino, en Galilea .

2. BAUTISMO Y POST-BAUTISMO

El texto de Marcos (base de todo lo que podemos saber sobre el tema) es muy sobrio y dice simplemente que «en aquellos días, vino Jesús de Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1, 9). El mismo profeta de los últimos tiempos, le introdujo en las aguas del confín, ante la tierra prometida; y él debió sentir que se cumplía toda historia de Israel, con la salida de Egipto (paso del Mar Rojo) y la entrada en la tierra (paso del Jordán).

Mc 1, 10-11 presenta ese bautismo (o, mejor dicho, lo que viene después) en clave de “inversión”, es decir, como cumplimiento profético y revelación mesiánica, en la línea de la mejor tradición israelita, en la que Dios actúa a contrapelo, es decir, de manera asombrosa, allí donde los hombres rompen o superan un nivel de realidad, descubriendo otro distinto, dejándose impulsar por algo (Alguien) que les trasciende. Precisamente allí donde, llegando al confín del mundo viejo, debía haberse hallado ante el final (juicio y destrucción), tras haber sido bautizado, experimentó y descubrió Jesús su misión más alta: Ser profeta del Reino.

a. Texto base. Mc 1, 10-11. Es como si aquello que Juan anunciaba se hubiera cumplido de un modo distinto, de forma que allí donde todo lo anterior ha terminado (exigencia de conversión, mensaje de juicio) puede comenzar de nuevo todo, de modo distinto, en línea de filiación (somos hijos de amor, no objeto de condena) y de compromiso actico (Jesús recibe el Espíritu para vivir y dar vida), a modo de resurrección adelantada, como si empezara un tiempo nuevo de plena creación:

Y de pronto, saliendo del agua, vio los cielos rasgados
y el Espíritu como paloma descendiendo sobre él.
Y se escuchó una voz de los cielos:
Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido (Mc 1, 10-11).

La experiencia que está al fondo de ese pasaje define su vida y acción posterior, de profeta del Reino. No es algo que se haya producido en el bautismo (cuando Jesús está en el agua, como suele suponer la tradición iconográfica), sino que viene después, tras el bautismo, como dice expresamente Marcos (¡saliendo del agua!), que introduce en ese contexto la palabra euthys (de pronto, de improviso), pudiendo dar la impresión de que la experiencia de Jesús sucedió inmediatamente después de su bautismo. Pero esa palabra, una de las más frecuentes de su evangelio, no se emplea en sentido temporal de inmediatez, sino de ruptura y de importancia temática.

Lo que sucedió tras el bautismo (¡euthys, de pronto!) fue algo muy significativo para Jesús, el comienzo de su vida de profeta y mesías de Dios. En ese sentido, podemos afirmar que, según Marcos, Jesús “nació” a su verdad tras (por) el bautismo. Antes había sido un simple galileo de Nazaret, que vino donde Juan a bautizarse. Casi nada le separaba y distinguía de la muchedumbre de gentes que llegaban de Judea y de Jerusalén, confesando los pecados y dejándose bautizar por Juan (cf. Mc 1, 4); sólo el hecho de que él venía de Nazaret de Galilea (quizá como nazoreo mesiánico).

Tampoco en su bautismo (para conversión y perdón de los pecados: Mc 1, 4) supone Marcos que hubo nada distinto, pues él presenta a Jesús como uno más entre todos los que venían. Pero “de pronto” (euthys), cuando ya no está en el agua, sino que ha salido, Jesús “recibe” una experiencia especial, que cambia su vida (y la vida posterior de los cristianos), marcando el comienzo y sentido de su tarea.

No sabemos cuándo ha tenido lugar esa experiencia (¿un día después del bautismo, un mes, cuatro meses después…?), ni conocemos sus circunstancias: ¿Después que él ha empezado a bautizar, como el Bautista (cf. Jn 3, 22-25)? El Cuarto Evangelio afirma taxativamente que, por un tiempo, tras haber sido bautizado por Juan, Jesús bautizaba con (como) él, lo que implica que por entonces no podía haber tenido esa experiencia de ruptura radical y nuevo nacimiento.

Ha sido a solas, a modo de transformación interior, madurada largamente, en inmersión sagrada en lo divino? ¿Ha sido en compañía de la gente que llegaba a confesarse pecadora, descubriendo en ella la más alta gracia del Dios creador? ¿Ha sido viendo que el podía “expulsar” a los demonios y curar a los enfermos? ¿Ha sido al descubrir en el principio de la historia israelita que el Dios originario (cf. Gen 1) es creador de vida y no juez de pecadores, como podía suponer la misión de Juan Bautista?

b. Un mensaje triple.

No sabemos cómo fue. Lo cierto es que ha debido darse una experiencia radical que el evangelio de Marcos ha entendido como verdadero nacimiento, una experiencia quizá momentánea, como un rayo (cf. Lc 10, 18), o quizá más pausada (como una maduración interior: cf. Lc 10, 21-22) que marcará toda su vida y tarea posterior. Los rasgos que ofrece el evangelio son simbólicos, pero ellos reflejan con mucha precisión la novedad de ese “nacimiento profético-mesiánico”, en el que deben distinguirse tres momentos:

– Vio los cielos rasgados. El cielo o los cielos en plural (ouranoi) son el mismo Dios como misterio y principio de vida. Conforme a una tradición judía, los cielos se hallaban como separados de la tierra por un muro, una especie de bóveda (rakía, Gen 1, 6), que sólo algunas veces se apartaba o rasgaba, sea en forma destructora (cf. Gen 7) o creadora (cuando Dios se revelaba a los patriarcas: cf. Gen 8, 15-22). Pues bien, ahora se abrían de forma creadora, de manera que el mismo Dios (= Cielo) venía a comunicarse con él (Jesús).

Juan Bautista había seguido confirmando la gran separación entre cielo y tierra. Y una separación semejante había descubierto Jesús en el fondo de la experiencia de dureza y muerte que marcaba la forma de vida (y sufrimiento) de los galileos (cf. cap. 3). El mismo Jesús había acudido donde Juan y había recibido su bautismo porque se hallaba dominado (como aplastado) por esa gran separación, pidiendo a Dios que descargara su juicio sobre la historia de los hombres, para volverse, para que el resto de los “liberados” de la ira pudiera vivir cerca de Dios.

Pues bien, ahora, tras el bautismo, descubre (con Is 63, 19) que el cielo se rasga, como si cayera la gran cortina/muro que separa a Dios de los hombres, un tema que culmina en la muerte de Jesús, cuando se rasga (con la misma palabra: skhidsein) el velo del templo que separa a Dios de los hombres (cf. Mc 15, 38). Ésta es la nueva experiencia, la gran tarea de Jesús: Romper la gran separación que divide a Dios de los hombres, descubriendo así que el mismo Cielo (Dios) ha de expresarse en la vida humana. Eso significa que ya no hay necesidad de más bautismos (como los de Juan), porque el velo de la gran distancia se ha roto, porque Dios mismo ha bajado, está en su vida (de Jesús), en la vida de los hombres.

– Y el Espíritu descendiendo sobre él como una paloma. Del mismo Cielo (=Dios) desciende el Espíritu, simbolizado por la paloma, que había aparecido tras el diluvio (bautismo), como signo de que la gran “ira” de Dios ha terminado (Gen 8, 11-12)… Pero la paloma (ave de Dios, de muchas experiencias religiosas de diversos pueblos) aparece aquí sólo como una comparación. Lo que ella quiere indicar es la experiencia del poder/presencia (=Espíritu) de Dios que desciende del alto y le llena, haciéndole “hombre nuevo”, creación definitiva.

Tanto el judaísmo antiguo como el primer cristianismo están marcados por la experiencia del Dios que desciende y que sopla/insufla su “espíritu” (aliento), en el hombre, haciéndole así una creatura viva, inmersa en lo divino (cf. Gen 2, 7; 1 Cor 15, 45-49). Entre el cielo y la tierra (es decir, entre Dios y Jesús) se crea así una comunión que está marcada por la unidad del Espíritu que desciende de Dios y llena a Jesús. No conocemos la forma externa de esa visión (de esta experiencia) de Jesús, el cuándo, el cómo, pero toda su vida posterior (su misión profética, su entrega mesiánica) está definida por esta certeza: Jesús se supo (se creyó) portador el Espíritu de Dios (cf. Lc 4, 17-8; Mt 12, 28), pero no en forma de privilegio (como si él fuera más que los otros), sino como tarea (poniéndole al servicio del Reino).

Ésta es una experiencia de novedad “final” (ha llegado sin juicio destructor aquello que Juan esperaba para después del juicio), que se expresa y realiza como nueva creación, a través del Espíritu que desciende sobre Jesús, que así viene a mostrarse ya como plenamente humano, el hombre de Dios (Gen 2, 7). De esa forma se invierte el esquema de Juan, que esperaba la destrucción del mundo actual, para que Dios creara un mundo nuevo. Jesús retoma la experiencia original del Génesis: Su bautismo implica en el fondo una ratificación de lo que existe.

– Y una voz de los cielos que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido». Lo primero ha sido la “tarea” (ha recibido el Espíritu), lo segundo es la experiencia de identidad (es decir, de relación con lo divino). Esta palabra (tú eres mi Hijo…) se encuentra enraizada en una larga tradición israelita (cf. Is 42, 9; Sal 2), que concibe el pueblo en su conjunto y a sus representantes concretos como “hijos de Dios”. También Jesús se descubre “hijo”, es decir, avalado por Dios, quien le da su poder (Espíritu) y le encarga su tarea.

El cielo se ha rasgado, y Dios se ha hecho presente (presencia) entre los hombres, reconociendo a Jesús como hijo suyo, tras (por) haberle concedido (la tarea de) su Espíritu, que ahora ha de entenderse en forma de compromiso filial: Jesús ha de mostrar a los demás que Dios es su Padre (Padre suyo, de Jesús, y del conjunto de los hombres), situándose y situándoles de nuevo en el camino de la creación.

Frente a la ira (orgê) que anuncia Juan, propia de un Dios que debe descargar primero el estallido de su juicio sobre los hombres perdidos, salvando sólo a los que se confiesan pecadores y se refugian en el bautismo, descubre Jesús la más honra realidad de Dios, que se expresa como fuente de amor. Éste es el Dios que se complace en la creación que él ha suscitado a través de su Palabra, viendo y diciendo que es buena (como indica la fônê o voz de Mc 1, 11, comparada con el estribillo de Gen 1: Y vio Dios que era muy bueno). De manera sorprendente, este relato postbautismal de Marcos (que recoge la más honda teología de Pablo: Rom 1-3), nos conduce al principio de la creación, al momento y lugar en el que Dios (=Cielo) se abre y se muestra en su verdad como divino (creador amoroso), ofreciendo su Espíritu a Jesús, que le escucha sorprendido, aceptando su tarea.

Externamente, la escena de Mc 1, 9-11 (cielo abierto, Dios le llama Hijo querido, efusión del Espíritu) ha ido solidificándose tras el bautismo, a lo largo de un tiempo que no podemos fijar, pues ni Jesús ha escrito una autobiografía, ni los evangelios han querido fijar externamente el despliegue de los hechos. Pero ella recoge la experiencia fundante de Jesús, tal como se expresa a lo largo de su vida, tal como culmina en su entrega total, en Jerusalén, cuando Marcos nos dice de nuevo que el velo del templo (el templo es el signo de Dios, la expresión de su cielo) se abre, ofreciendo su vida a los hombres (cf. Mc 15, 38).

c. En la línea de Elías.

Los hilos posteriores de la trama de Jesús se entienden sólo desde esa experiencia, que puede compararse a la de Elías, a quien la tradición presenta caminando hasta el monte Horeb/Sinai, a fin de situarse ante el juicio de Dios (con motivos que ha retomado Juan Bautista: huracán/terremoto/ fuego; cf. de 1 Rey 19, 11 y Mt 3, 3-12 par), para descubrir después que Dios no se le revela como juicio, sino como brisa suave, es decir, como Espíritu de vida, haciendo que asuma una tarea profética y/o político al servicio de la salvación (1 Rey 19, 12-13; Mc 1, 10-11) .

En esa misma línea, Jesús ha pasado del profetismo de juicio (expresado por el primer Elías y por Juan, con símbolos de hacha-fuego-huracán) a la experiencia de Dios Padre (que le dice: ¡Eres mi Hijo!) y a la efusión del Espíritu Santo, que es perdón y nuevo nacimiento (en la línea de la brisa suave del segundo Elías). Éste es el momento o, mejor dicho, es el signo de su transformación. Sólo sabiendo que lo anterior se ha cumplido y terminado (bautismo para el juicio), Jesús ha podido situarse ante lo nuevo, impulsado por la voz del Padre, que le dice «eres mi hijo» (tema davídico: 2 Sam 7, 14; Sal 2, 7), y la brisa del Espíritu (que le envía a realizar su obra).

Esta experiencia ha marcado su «ruptura de nivel», definiendo su propia identidad y su tarea al servicio del Reino. No ha sido un proceso racional, por argumentos, sino una intuición vital, que ha trasformado su inteligencia y voluntad, su forma de estar en el mundo y su decisión de transformarlo. Mc 1, 10-11 recoge según eso una experiencia “postbautismal” de visión (¡cielos abiertos!) y audición (¡voz que le dice: eres mi hijo!), expresada quizá de diversas formas, a través de un tiempo que ha podido ser largo.

Desde ese momento, Jesús ha comenzado a actuar como un renacido, enfrentándose a Satán y ofreciendo a los hombres el Reino de Dios, en vez de situarles ante el juicio (cf. Mc 1, 12-15). Tanto la visión (cielo abierto), como la palabra (¡eres mi Hijo!) han sido expresiones simbólicas de una experiencia radical de Dios, que ya no está arriba (pues el cielo se abre), sino en la misma vida de los hombres, y en especial en Jesús a quien Dios ha encargado su tarea de Reino.

No es imposible que, en un momento crucial de su vida, vinculado a su propia decisión profética, Jesús haya “visto” el cielo abierto y haya “escuchado” la Voz (¡eres mi Hijo!). Pero más que una experiencia que puede datarse en un tiempo y lugar, Mc 1, 10-11 está narrando un proceso de transformación personal: El nacimiento divino (profético) de Jesús, tras su encuentro con Juan. Lo importante no es la forma externa (visión-audición), ni el signo objetivo (paloma/ave de Dios que le cubre y da fuerza), sino la Voz engendradora (¡eres mi Hijo!) y la presencia activa del Espíritu.

La historia religiosa recuerda visiones y audiciones en las que una persona descubre su identidad y recibe un encargo (mandato), que le pone al servicio de Dios. Pues bien, es evidente que Jesús “ha visto”, y ha recibido una (la) tarea de anunciar el Reino, sabiéndose dotado de poder para cumplirla, como supone Mc 1, 9-11, un texto eclesial que sitúa a Jesús en la línea de una tradición histórica con rasgos proféticos y davídicos (¡Tú eres mi Hijo!: cf. 2 Sam 7, 14; Sal 2, 7) .

Es difícil trazar el trasfondo psicológico de la experiencia de Jesús, pero a veces lo más obvio resulta lo más verosímil.Jesús vino donde Juan para aprender y compartir su proyecto. Pero el Dios de su fe más honda, salió a su encuentro tras el bautismo (¡culminada su etapa con Juan!) y marcó de una manera radical su vida y tarea .

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