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lunes, 16 de junio de 2008

XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Los riesgos que impone la verdad evangélica

Publicado por Servicio Católico


¿Quién no tiene miedo? Jeremías experimenta el pavor a su alrededor; el mismo Jesús en el huerto sintió el miedo y la tristeza.
El Evangelio de hoy exhorta a no tener miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no el alma.
La alternativa del poder del miedo se llama connfianza en Dios. Estamos en sus manos. Jeremías no se deja dominar por el miedo y continúa confiando en la misión encomendada porque confía en el Señor de los ejércitos.
El mismo Jesús bebe el cáliz que el Padre le ha preparado. Nuestra vida es una situación de tensión entre el miedo y la confianza.
La confianza en Dios es el arma poderosa para vencer el miedo y cumplir la misión confiada.


Domingo XII

Un Jeremías

"Delatadlo, vamos a delatarlo..." (Jer 20,10)

Jeremías se lamenta amargamente. Una vez más es el profeta plañidero, el que llora hasta el extremo de que su figura sea el prototipo de la desgracia. Hecho un "Jeremías" se dice. Como del mismo Cristo en su pasión. Hecho un "ecce homo"... Misterio de los planes de Dios, dando cabida al sufrimiento del justo. Y un sufrimiento grande, profundo. Dolor que hace clamar, gritar, llorar.

Jeremías ve el peligro, oye el cuchicheo de sus enemigos, se da cuenta de sus intrigas. Sabe que lo van a delatar, que intentan calumniarlo, que viven al acecho para aprovechar el primer desliz, el primer traspiés. Momentos de angustia que hacen temblar al profeta, asustarse , sentir un miedo cerval. Sus lágrimas corren abundantes, sus lamentaciones se desgranan en unas letanías interminables... Jeremías, figura de Cristo paciente, mensaje para el justo que sufre y que pena. En efecto, Jesús crucificado es la respuesta, sin palabras y sin más explicación, del sentido "sinsentido" que tiene el sufrimiento del elegido de Dios.

"Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado..." (Jer 20,17)

Y en medio de ese dolor, de ese miedo, de este terror pavoroso, surge una exclamación de esperanza, un grito de gozo entrañable. El profeta se alza de su postración, se levanta con vigor y coraje, seguro, indomable en su propósito de anunciar el mensaje de Dios. De pronto ha comprendido que no está solo, se da cuenta de que a su lado está el Señor de los ejércitos, como un fuerte soldado, como valiente guerrero que decidirá favorablemente la contienda.

"Cantad al Señor _termina diciendo_, alabad al Señor que libró la vida del pobre de las manos del impío...". Dios está contigo, te alienta, te sostiene, te empuja. No temas, no te acobardes, no te inquietes. Yo te haré, dice el Señor, como muro de bronce, como columna férrea, como ciudad fortificada. Van a luchar contra ti, pero no podrán vencerte, porque yo estaré contigo para librarte... Jeremías sigue su camino de sufrimiento con serenidad, lo mismo que Jesús sale al encuentro de los que vienen a prenderle. Luego, ahora también, la historia se repite. Y otros "jeremías", otros "ecce homos" van cruzando la vida con su enorme fardo de dolor, redimiendo a la Humanidad.

El dolor de una blasfemia

"Soy un extraño para mis hermanos" (Ps 68,8)

"Por ti he aguantado afrentas, dice el salmista, la vergüenza cubrió mi rostro". Aguantar afrentas, callar para no dar cauce a la indignación que nos arde por dentro. Dejar que el rubor nos queme el rostro, dominando los deseos de proferir un grito de protesta. Y todo eso hacerlo por amor de Dios. Aunque también sea justo y noble sentir esos deseos de clamar contra lo que ha provocado nuestra indignación.

Porque sin duda que lo que más nos ha de doler es que se ofenda a Dios, sobre todo cuando se hace a propósito, con la intención de que se note, hiriendo así no sólo al Señor sino a todos aquellos que creen en Él y a Él le aman. Es el caso de la blasfemia premeditada, la que se profiere en un discurso, por ejemplo, como ha ocurrido alguna vez. Más de uno, cuando se enteró del hecho, alzó su voz de protesta por cuanto suponía de ultraje a los sentimientos más sagrados. No hay derecho a pisotear las creencias de los demás, aunque no las compartamos.

"... porque me devora el celo de tu templo" (Ps 68,10)


El salmista habla también del celo que le devora por la casa del Señor. Es una frase que los evangelios aplican a Jesucristo cuando no pudo, o mejor, no quiso contener su indignación al ver los atrios del Templo convertidos en un mercado. Entonces el Señor hizo un látigo de cuerdas y echó a la fuerza a los comerciantes y cambistas, que habían convertido la casa de oración en una cueva de ladrones.

Nosotros, los cristianos, hemos de sentirnos profundamente ofendidos en lo más íntimo y sagrado, cuando se ofende abiertamente al Señor. No podemos quedarnos indiferentes y fríos. Es verdad que tampoco se trata de que cojamos un látigo y nos pongamos a golpear a diestro y siniestro. Pero hemos de hacer comprender a quien sea, que nos está ofendiendo con sus palabras o con su conducta.

Por otra parte, que esas palabras ofensivas, o ese acto que conculca descaradamente la Ley divina, nos remueva por dentro y nos estimule para ser mejores de lo que somos, y también nos lleve a desagraviar el santo nombre de Dios, tratando de que nuestra vida sea motivo de gloria para el Señor. Que los hombres vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos.

No hay proporción


"Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte" (Rom 5,12)

El pecado y la muerte son dos realidades inseparables, dos hechos que se suceden el uno al otro de modo necesario. Así el primer pecado originó la muerte, y como en aquel pecado todo hombre participó de algún modo por ser descendiente de Adán, de ahí que todos los hombres, por el mero hecho de serlo, desde que nacen están en pecado, condenados a morir.

Es un misterio difícil de comprender, pero al mismo tiempo un fenómeno fácil de comprobar. El niño de corto entender, apenas entra en los primeros balbuceos, ya está dando muestras de las malas inclinaciones que lleva dentro. Apenas se aprenden las primeras palabras y ya es posible el engaño y la mentira.

Y con el pecado, la muerte que inicia su vuelo de alas negras, el peligro y el riesgo de la desgracia que alborea, la zozobra de los primeros remordimientos, las primeras lágrimas de interna desazón. Es indudable, a más pecados en nuestra vida, más muerte y más dolor.


"Sin embargo, no hay proporción entre la culpa y el don..." (Rom 5,15)


La desobediencia de Adán dio lugar a un sinfín de males, pero la obediencia de Cristo originó un sinfín de bienes. "Si por la culpa de uno murieron todos _dice san Pablo_, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, se desbordaron sobre todos la benevolencia y el don de Dios".

Sí, con Cristo renació para el hombre la esperanza y la alegría. Desde que Él vino todo ha cambiado en la tierra. Están rotas las cadenas de la muerte, están transformadas las alambradas del dolor. La muerte ahora es el comienzo de la nueva vida, es el salto hacia la eternidad dichosa por siempre. Las penas, que no faltarán, son como las espinas que hacen posible la floración de las rosas.

El pecado ha sido cancelado. El hombre queda herido en lo más íntimo de su ser, débil y frágil ante el combate que aún ha de librar. Pero a su lado está Cristo que le anima, que le perdona, que le protege, que le espera, que le ama.


Confesar a Cristo ante los hombres


"Jesús dijo a sus apóstoles: No tengáis miedo..." (Mt 10,26)

En este pasaje evangélico el Señor repite, por tres veces, la misma frase: No tengáis miedo. Las dificultades de la predicación serían muchas, y el Señor no las oculta a sus apóstoles en el momento de enviarlos a proclamar el Evangelio. Les llega a decir que los envía como ovejas entre lobos. Pero en medio de aquellas dificultades, tenían que mantenerse animosos, serenos y fuertes para no callar y seguir predicando el mensaje de la salvación.

En primer lugar, el daño que pudieran ocasionarles los demás sería un daño relativo. En el peor de los casos les podrían quitar la vida. Pero nunca podrían matarles el alma. En cambio, Dios puede perder no sólo al cuerpo sino también al alma. Por otra parte, el daño físico, con ser doloroso y en ocasiones irresistible, sería para ellos un bien precioso, si lo sufrían por amor a Cristo, que premiaría con creces aquel sacrificio, y les daría, además, fuerza y coraje para llevarlo a cabo.

El Maestro les recuerda también que Dios Padre vela por ellos, y que nada les ocurrirá que no sea permitido por Él. Por tanto, han de actuar con libertad y franqueza, independientes y seguros, sabiendo que Dios está de su parte, y que es Él quien los envía a predicar el Evangelio. Con esa decisión no habrá obstáculo que no puedan superar, dificultad que no lleguen a vencer.

Este talante de optimismo y audacia los llevó a todos los caminos de la tierra, sin complejos ni temores. Era tal su empuje y su entusiasmo que la siembra de la Palabra era cada vez más ancha. Pronto no habría país donde el cristianismo no hubiera llegado. El imperio romano, que alcanzaba prácticamente los límites del mundo, se vio inundado por aquella doctrina que hablaba de amor a Dios y al prójimo.

Hoy las palabras de Cristo siguen urgiendo a los que le hemos seguido, hoy también nos pide Dios la audacia de confiar en su poder. Es cierto que la siembra está iniciada, pero aún queda mucho por hacer, y nadie puede quedar mano sobre mano en la gran tarea de anunciar el Reino. Hemos de ser testigos del Evangelio, confesar a Jesucristo delante de los hombres. Sólo así nos confesará Él ante el Padre cuando llegue el momento de comparecer ante el tribunal divino.

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